martes, 4 de junio de 2013

Poesía entre cárceles



Eran las 8:30 am cuando llegué a la cárcel de hombres la Modelo de Barranquilla. Tan solo portaba poemas y una botella de agua para calmar el intenso calor que desde temprana hora enciende a la ciudad.  

Sentada en la escalera, esperaba a las tres mujeres que muy amablemente me habían invitado a realizar una actividad poética adentro del presidio. La Fundación Casa de Hierro, con la ‘F’ a la cabeza: Fabiola, Faleimy y Fadir, llegaron minutos después con el poeta que luego recitaría orgulloso de tan grata compañía, Federico Santodomingo.

Pero entrar en la cárcel no es tan fácil; y suena hasta paradójico. Mientras hacíamos la cola hasta llegar al reconocimiento, revisión de cédula, sello y acreditación, se destilaba un devenir de personas: algunas de visitas, otras por trabajo.

Desde la mañana se apreciaba lo agitado que puede ser un día como funcionario en la cárcel. Abogados, jueces, sicólogos, personal sanitario y familiares se amontonaban en la puerta para cumplir su propósito al otro lado de la reja. Tampoco faltaban las mujeres misericordiosas que, con la virgen plasmada en sus camisetas, llevan alimento y ropa a las almas desamparadas en nombre de Dios.

Al fin, después de una larga hora en la puerta, pudimos pasar. Primero fue el registro, realizado de acuerdo al género sexual de cada persona. Luego Federico tuvo que pasar a reseñar, nueva política de la cárcel que pretende asegurar la limpieza penal del invitado a través del registro de sus huellas dactilares.

El agua mañanera había hecho mella en mi organismo y por necesidad mayor tuve que separarme del grupo. Mientras caminaba por los pabellones, acompañada por el profesor de la cárcel, los reclusos gritaban desde sus habitaciones cerradas: “profesor, regáleme una revista para leer”.

Regresé lo antes posible y ya estaban todos los presos sentados en la sala que nos habían dispuesto para la lectura. No había más de veinte hombres. Federico abrió el recital, mientras los invitados, en silencio y con la mirada clavada en nosotros, escuchaban cada palabra como si fuera el respiro de un aire nuevo.
Las organizadoras interactuaron con ellos, creando el aeropuerto de versos. Diseñaron un par de aviones de papel y comenzaron a lanzarlo al azar entre los asistentes; a quién le cayera debía de escribir un verso, un sentimiento, un deseo, o simplemente su nombre.

Procedí a mi lectura mientras veía cómo alguno de los asistentes ahogaba sus ojos en lágrimas que luchaban por no salir. Varios de ellos compartieron sus breves pero admirables experiencias poéticas. “Cuando la puerta se cierra, es como si se cerrara el alma”, apuntó el poeta Santodomingo,  “pero el alma no se muere, sino que se limpia”, concluyo.

Agradecidos por la visita corrieron a que firmásemos los libros que la Casa de Hierro les había regalado. “Me encanta leer y me gustaría poder escribir poesía. A veces lo intento y escribo páginas enteras”, dijo entre susurros uno de los reclusos que se me acercó. A él le dediqué unos versos de fuerza y libertad, él me dedicó una sonrisa.

La hora del almuerzo se acercaba y con ella nuestra despedida. Todos nos agradecieron la visita. “Aquí es como si el tiempo no pasara y cuando alguien llega podemos hablar de ello durante meses”, confiesa un recluso.

Salíamos, cuando un joven, sacando sus brazos entre las rejas, preguntó: “¿son de la jurisprudencia?” y Federico Santodomingo, mirándolo de frente, abriendo sus brazos y mostrándole su poemario como única arma, respondió: “Tan solo soy un humilde poeta”. 

Mientras nos girábamos, el chico gritó: “¡Poeta! Regálame una poesía”. Nos detuvimos entre sonrisas cómplices. “Es para mi novia”. El poeta arrancó un poema de su libro y se lo entregó. Dejando atrás el patio, alcanzamos a escuchar: “todo lo que sé, lo aprendí de las mujeres”, le recitaba el preso a sus compañeros.


Esas fueron las últimas palabras sensatas que me acompañaron mientras abandonaba el recinto y evitaba escuchar los cortejos, fuera de tono y de lugar, que los funcionarios de la cárcel susurraban a nuestro paso.


Todo el respeto que dentro sentí se perdió cuando cruzaba hacia la salida, hacia aquello que muchos llaman: libertad. 

Publicado en: www.lachachara.co 

viernes, 28 de diciembre de 2012

No se olviden de mí



Cuando llegó la abundancia Ibis no pudo recibirla. El trabajo en casa le ocupaba todo el tiempo y las horas se ahogaban bajo el agua que enjuagaba la sartén carcomida por el uso, se fundían bajo el fuego del hornillo prendido para el guiso y se perdían entre las escamas frescas del pescado mientras lo limpiaba. Los días pasaban eternos esperando un soplo de esperanza que la librara de la pesadez y opresión de su casa.

Sin embargo, cuando ya no le quedaba más que la resignación hacia los maltratos que recibía de sus familiares, uno de sus hermanos mayores se presentó con lo que sería una de las subiendas más recordadas de la época en las playas de Salgar. Eran tantos peces batiéndose contra las redes, que la gente se los repartían gratis en palanganas. Ibis estaba en el traspatio, lavando la montaña de ropa, cuando su hermano irrumpió diciéndole: -recoge dos palanganas, hay suficiente para ti-.
 
No podía creerlo, pero se apresuró a preparar los peces. En ese momento, su hermano le anunció lo inesperado: - Mientras tú te quedas haciendo eso, yo voy a los nuevos terrenos que están invadiendo en Solimar. A ver si me puedo coger uno. Si no alcanzas a llegar, te quedas sin nada -.
REVISTA # 1997
El mundo se le cayó encima; sabía que no llegaría a tiempo. Sus anhelos volvían a verse truncados entre los quehaceres rutinarios. Fue la mirada de su viejo padre, con el que no se hablaba desde hacía ocho meses, el que le devolvió el aire que le faltaba, y entre la desesperación y desasosiego de su hija decidió salir a resguardarle un terreno. – Mija, yo te ayudo. Prepárame el machete y algo de comer, sigue con la ropa, yo te cerco un terreno y te lo cuido hasta que puedas ir -.

Azúcar, café, panela, agua, foco de mano, baterías, hacha y machete metió Ibis en una mochila. “Le di lo que más pude, yo sabía que mi padre no regresaría más a su casa. Detrás de él, al día siguiente, me fui yo”.

De eso hace 18 años. “No me falta nada. Cuando me levanto y salgo a la puerta, veo a la izquierda el reposo- mira hacia el cementerio del Salgar-; a la derecha, -su hija mayor se balancea en la silla mientras acuesta a su nieto en el regazo- mi familia; y al frente, el monte, la belleza natural”, afirma Ibis.

Abundancia de vida

Más de un centenar de familias custodian los terrenos olvidados de Salgar. Los estragos del conflicto y la pobreza que aflora el país ha condenado a miles de familias la vivir en precarias y funestas condiciones. Muchas habitan y se desarrollan bajo formas de vida completamente infrahumanas.

La escasez de recursos, de educación, de sanidad y de infraestructuras básicas hacen que muchos se resguarden de la lluvia bajo plásticos malolientes, que cocinen sobre el metal oxidado de los abanicos olvidados, o busquen entre las telas de segunda mano en el mercado para vestir sus cuerpo o tapar sus camas.

Sin embargo, las diferencias sociales están presentes, incluso, en una zona de invasión. La población, que se asentó hace más de veinte años en el lugar, algunos desplazados por la guerrilla, otros por necesidad, posee diferentes áreas estructuradas en función del tiempo y adquisición económica de los afincados. Muchos han prosperado en sus negocios y disponen de buenas y majestuosas viviendas, otros trabajan para los patronos bien afincados de la comunidad.

Maricuya, por ejemplo, es una de las veteranas en l historia de Solimar y testigo de la fundación de los terrenos. Posee una tienda de perritos calientes situado en labajada hacia el mar y Eduardo, apodado el ‘patosa’, cree que por años de antigüedad en la tierra posee la providencia de las escrituras y demanda constantemente la plata a sus
convecinos y recién llegados.

El asentamiento sobre el terreno sigue creciendo hacia la zona norte, pero los habitantes del sur parecen ignorar las carencias y la problemática que posee el pueblo, que crece, irremediablemente, entre la miseria y la escasez de bienes. Así, da la sensación de ser un lugar tan unido como fragmentado puesto que todo el mundo se conoce y todos parecen saber bien hacia donde van, pero la desigualdad social entre unos y otros es tan manifiesta como las dificultades que cada uno de sus ocupantes han tenido o tienen que pasar.

Solimar es hoy una urbanización dividida en dos etapas y ubicada a un kilómetro del Castillo de Salgar, en el costado suroccidental del municipio. Una de las etapas está legalizada; la otra, parcialmente, por lo que cientos de colonizadores libran una disputa jurídica ante el gobierno municipal para obtener sus títulos. Sin embargo, se trata de un paraje que envuelve a sus visitantes conforme se aleja de la zona más turística situada en la costa, y evoca un ecosistema sustentado por las cientos de historias que dan vida al ese distinguido lugar.

Alentados ante la repentina intrusión de unos allegados de fuera, los vecinos temen responder ante la situación irregular de sus tierras. Aunque muchos ya tienen sus escrituras y se han visto beneficiadas por ayudas económicas y materiales de fundaciones u organizaciones, aguardan recelosos ante la llegada de curioso invasores, igualmente para ellos, de su intimidad y tranquilidad.

Los niños son los principales protagonistas del caserío que corretean y juegan por la zona hasta que se pone el sol. Sin embargo, el silencio y la paz se unen con la musicalidad de la naturaleza, inundando el lugar de un aroma cargado de vida. La sensación de muchos ocupantes, huidos o desplazados es latente no solo en sus miradas sino en sus palabras e historias. La razón de un asentamiento basado en la necesidad y dignidad de una vida mejor es palpable en los más jóvenes que buscan el reconocimiento y la identidad en medio de una tierra abandonada.

De los muchos que allí habitan, muy pocos han tenido la opción de elegir. Viven conformes bajo lo que conocen porque han dejado de percibir otras realidades que les son completamente ajenas y de las que no sienten añoranza, por eso, se reconocen felices dentro de su hábitat particular. Pero cargan con la desdicha y condición de ser desplazados, ilegales o
invasores dentro de un mundo que geográficamente no entiende de fronteras, ni de propiedades. Crecen a la sombra de las grandes ciudades que acechan constantemente con el modernismo industrializado y el tóxico consumista, y se desenvuelven indiferentes ante esa mirada contaminada. 

Jorge, el mayor de los nietos de Ibis, anotaba dificultosamente en su libreta los nombres de los visitantes, y, entre el revoloteo e interés por mostrar sus habilidades con la peonza, dijo antes de partir: “No se olviden de mí”.

Y sus palabras quedaron resonando como un fuerte eco sobre las paredes y los techos de las casas mal cuidadas, dándole el aliento y la voz a un pueblo cercado por el olvido.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Mar de pescadores

A las afueras de Barranquilla, donde el mar se une con el río Magdalena y lo mancha de un oscuro ceniza, se encuentra una población pesquera que vive inmersa en el mar y sus aguas; fuente de vida en el día a día de los pescadores.

El paisaje, encauzado por el mar Caribe a la izquierda y el río Magdalena a la derecha, invita a un embriagador paseo colmado de señas marítimas y decoros costeños. Las casas de madera, construidas con los bienes naturales de la tierra y, los lugares enraizados para la pesca hacen de Bocas de Ceniza un lugar apacible y opulento para contemplar el trabajo diario de sus habitantes.

El interés por este lugar se remonta a 1824 cuando se dio la primera navegación fluvial con buques de vapor. Posteriormente, con la construcción del Ferrocarril Barranquilla-Salgar cincuenta y dos años más tarde y con el traslado de la Aduana Nacional, se llevó a cabo la construcción de un paso artificial que abriera y habilitara el sector de Bocas de Ceniza para el comercio marítimo.

Sin embargo, a este fragmento lineal de tierra y rocas se le une no solo la actividad comercial sino la turística. Gracias a las vagonetas impulsadas por motor que recorrer las vías del camino, muchos curiosos y visitantes pueden llegar hasta la punta y contemplar como el mar se tiñe de color debido a los desechos que el río desborda sobre el plato infinito.






Los pescadores echan la malla al mar y aguardan en el agua a que la pesca sea productiva.




Las mujeres participan en la recogida del pescado y comercializan con él buscando las mejores ganancias.




El contraste con la ciudad industralizada y comercial es palpable en cada esquina del camino.



Los más pequeños también participan en la pesca y aprenden desde muy joven las trabas del oficio.



El trabajo se nota en la piel curtida de cada pescador que labran en sus orillas el presente de cada día.



El joven, recreando una imagen tradicional y duradera en el tiempo, lanza la tanza en la orilla del mar y espera coger un buen pescado.


El mar se tiñe de ceniza al chocar con el río justo en el límite, donde acaba el espigón de roca que los separa.



‘El viejo y el mar’ de Hemingway recuerda a esta escena en la que el viejo contempla desde su hogar la tranquilidad del mar.



En el camino, hay diversos lugares para degustar el pescado fresco recién cogido.



 El atardecer cae cada día en el embarcadero y los pescadores, poniendo rumbo a casa, finalizan la jornada.



Los niños también son protagonistas de este ciclo, su agilidad y viveza representa una parte importante para ayudar a los mayores.





El día, casi coincidiendo con la noche, da paso al cielo oscuro, y la luz se oculta tras el horizonte del mar.

martes, 13 de noviembre de 2012

La Margarita_Flashback

Flashback


Flashback significa o hace referencia a algo que ya se ha vivido, un regreso o retorno a una emoción, sensación o historia que se pasea levemente en el recuerdo. A través de Flashback se cuenta un viaje cuyo hilo conductor son unos pies; unos pies que simboliza ese caminar diario que hacemos para crecer, para descubrir. Ese camino por el que pasamos a veces seguros o inseguros, alegres o tristes, enamorados o despechados, a veces incluso sin saber que al caminar estamos haciendo camino (como ya decía Antonio Machado en Caminante no hay camino). Caminos que nos llevan a nosotros mismos, a desvelarnos tal y como somos, a buscar incesantemente hacia dónde vamos para encontrarnos finalmente con un retorno: una vuelta al origen. Dentro de la disparidad y las diferencias entre los seres humanos, esa confrontaciones culturales, étnicas, religiosas o políticas... nos encontramos con que todos estamos hechos de lo mismo y esas distancias se pierden en el momento usamos los ojos para mirar, la boca para besar, las manos para acariciar o los pies para caminar.

Como en el viajes de Ulises en la Odisea, los hombres pasan por dificultades en el camino que los hace crecer y madurar, pero también pasan por la esencia, la plenitud y la belleza de la vida que los hace amar. Así, ante esa búsqueda incesante que nos hacemos en a lo largo de nuestra vida ¿quién soy?, ¿hacia dónde voy? ¿De dónde vengo? y en ese ruidoso camino por llegar a encontrar respuestas, nos topamos con el retorno a los orígenes: La primera mirada (la inocente mirada de un niño que se pregunta por qué se necesita calzado para andar o ropa para vestir si la naturaleza viene desnuda). Aún así, el video termina con unos pies que siguen caminando y salen del plano, por lo tanto, deja la sensación de que los pasos, a pesar de haberse encontrado, seguirán en el camino. La metáfora del mar y las olas simboliza el devenir de la vida. Ellas también se retrotraen en una búsqueda para desembocar rompiendo en la costa entre la espuma y el salitre y dejan, por un tiempo efímero, la huella en la arena; como nuestro pasar por la tierra, que es como una danza en la orilla que luego se borrará por la brisa y las nuevas olas al pasar.

'La Margarita' es el grupo que protagoniza y camina al compás de las notas en su transcender hacia un viaje que apenas está comenzando. Ellos pasean por él casi desapercibidos y sin saber que sus andares están dejando señas que otros rastrearán en un futuro. La idea del tiempo, el viaje, el camino, la danza, la música o el mar junto con la llegada y la incertidumbre de no saber a dónde llegas (pero saber que estás en el buen camino) es la esencia que pretende mostrar el clip.

Paula Romero González

lunes, 29 de octubre de 2012

Mompox se pinta de Jazz

Realizado por: Jorge Mario Sarmiento Figueroa y Paula Romero González 

Quizás ninguno de los músicos que hicieron la travesía por el río Magdalena, ni los periodistas, ni los invitados, ni los espectadores del propio municipio, sepan que el primer Festival de Jazz de Mompox nació en la casa de Walter Gurth; un austríaco que cruzó el mundo “abandonando la modernidad” para, después de diez años de bitácoras marinas, cambiar su velero por una casa colonial abandonada en la ribera polvorienta de la Depresión Momposina.


Walter restauró esa casa y abrió un restaurante donde ofrece pizzas y otras comidas que él mismo prepara. Un día, atraído por la creciente fama del austríaco, el actual Gobernador de Bolívar, Juan Carlos Gossaín, fue a visitarlo. Desde entonces, entablaron una amistad en la que recorren el arte y la cultura (el Gobernador tiene una Maestría en estudios culturales).

En esos recorridos surgió la inquietud de hacer algo para promover el turismo de Mompox, manteniendo la cultura como eje del municipio. “La respuesta fue el Jazz”, dice el músico y carticaturista José Alberto Martínez, mejor conocido como “Betto”, director artístico del Festival. Y añade: “el jazz y el blues tienen el espíritu aventurero, libre y entrañado del río, igual que el espíritu que vive desde siempre en esta ‘ciudad valerosa’”.

Si se cumple la promesa del Gobernador Juan Carlos Gossaín, de mantener la continuidad del Festival, miles de visitantes podrán disfrutar los colores con los que el jazz pinta a este patrimonio de la humanidad que es Mompox; una historia palpitante en las calles, en las casas coloniales, en la gente, lo cual obliga a pensar que allí, hace mucho tiempo, ocurrieron cosas importantes y legendarias. Eso se respira en el aire y se mete por los vericuetos del alma.

Especialmente los niños abarrotaron las primeras filas de la presentación del maestro sucreño del jazz, Justo Almario, y bailaron al son de un género musical nuevo para ellos, que ahora hará parte de su naciente formación cultural. “Desde que tengo uso de razón, no había visto algo así en el pueblo. Es lo mejor que han hecho”, expresa convencido un niño, siguiendo el paso al saxofón.

Puede que las próximas generaciones no recuerden la anécdota de cómo nació el Festival de jazz de Mompox. Tal como ocurrió con la historia del famoso Festival de la Leyenda Vallenata, contada hoy desde Valledupar sin que se reconozca al árbol frondoso de Aracataca, Magdalena.

Cuentan los que saben, que un día de 1968, bajo esa sombra centenaria, Álvaro Cepeda Samudio organizó una parranda tan grande de acordeoneros en honor a su amigo, Gabriel García Márquez, que de ahí surgió la idea de continuarla para conmemorar “Cien años de Soledad”.

Ya ha empezado esta historia de Jazz en las riberas del Magdalena. Tal vez le ocurra también a ella lo que suele ocurrir en Mompox, donde “se acuesta uno y amanecen dos”.



Recorrido por el río Magdalena hasta llegar a Mompox. 



(Juan David Campos, Saxofonista) Juan David Campos, quien casi no llega a coger el ferri que cruza el río Magdalena hasta llegar a Mompox, estuvo presente durante toda la velada; siempre en compañía del saxofón y de su buena música.
  


(Niños Guacamayos) Los niños se visten de color y arropan la festividad de las calles. Emulando a los guacamayos que revolotean en la selva tropical, ellos aletean en las esquinas y se unen a la algarabía multicolor del jazz, que ahora forma parte de su entorno.
  

(Justo Almario, flauta) El maestro jazzista de Colombia, Justo Almario, deleitó a los momposinos con maravillosas melodías, acompañado de la Young Big Band de Comfenalco.

 

(Walter Gurth) Walter Gurth es, además de un excelente cocinero, tallador de madera. Su casa, rebosante en encantos artesanales, irradia la esencia de una alma viajera que encontró la paz en la isla del Magdalena.

 

(Cuarteto Guayaba Club) Para finalizar la noche, el cuarteto barranquillero, Guayaba Club, tocó en el restaurante El Fuerte, de Walter Gurth, en homenaje a los músicos que se dieron cita en el Festival. La brisa nocturna y el susurro del río también se unieron al blues y al jazz que esperan volver el próximo año.