sábado, 29 de septiembre de 2012

Invasión de inocencia





Sobre las cenizas raspadas de pobreza, la tapa de un ventilador es la sartén  que mece el plato de cada día. Detrás, las telas visten la esencia de una tierra virgen y el secado de las prendas se camufla con el aroma de un verde natural. 




Lo demás anda desnudo y nutre de inocencia las pisadas descalzas de un niño, que danza al ritmo de los vaivenes de la tierra. Una tierra que no conoce de nombres, ni de patrias, ni de fronteras. Anónima en la unión de quienes las componen, pero renombrada en los vínculos de quienes la cultivan. 



Junto a las playas de Salgar hay un caserío de invasión. Gente que huyó de la guerra y en el camino crearon sus hogares. Se refugian en la oscuridad de lo que sólo sus sentimientos conocen y las tejas de madera, confundidas con la arena, son el hospedaje y la cuna de una sonrisa. 



Lejos de la urbe que asola las ciudades, el contraste selvático se impone frente al ladrillo que ya construye, como veneno sin remedio, los cercos de nuestra propia cárcel. Tras el muro, una mirada intimida la presencia de los invasores, extraños y mercaderes que un día desplazaron a gente inocente obligándola a aprender a vivir presa de su propia libertad.





La belleza de la sencillez está en saber descubrirla. Los argumentos son un pretexto para encontrar ese cruce de miradas en el destello de un juego infantil, ajeno al que mira.
La belleza se hizo verde sobre columnas grises. El atardecer fue sorprendido por la cándida luz del porche. Y las almas que lo albergaban durmieron en la serenidad de la noche. 





Dale a un niño una pelota y míralo mover el mundo. Todo lo que les rodea pierde importancia. Corren descalzos, sucios, felices, dejan atrás el circo de los hombres. Ahora tienen su propia pelota, que brilla como un sol.



El marco azulino se confunde con el mar que desemboca en el abrazo curtido de un patriarca y en la piel jazmín de un recién nacido. Los ríos son las vidas que van a parar al mar. Donde nacen, donde mueren. 


Colombia y el realismo mágico


(Primer artículo publicado en El Heraldo en la columna de Edgar García, Flash aquí

Colombia, tierra que me acompaña desde hace ya algún tiempo y resuena en mis oídos a través de un buen amigo paisa o de una gran compañera costeña, vuelve ahora en la vigía para colarse entre los sigilos exasperados de una tierra callada y castigada por el devenir de los acontecimientos, por los maremotos de la historia. Una tierra anclada en su condición humana y alejada aún del embrujo imperialista acosador; una tierra fértil y viva, dura y salvaje, tierra de hombres, tierra de todos. 

Apenas han pasado unas semanas y ya empiezo a desvelar los secretos claroscuros de este destino enigmático, imaginativo y encantado. Su gente, los lugares, las comidas… todo un mangar de extravagancia y brebaje cultural que desemboca en bravío mar de las sensaciones, y festeja la resplandeciente amistad, casi fraternal, de un pueblo que te abre sus brazos y te regala su alma. 

Barranquilla, y he de añadir al pequeño pueblo de la región, Santo Tomás, ciudad de hospedaje y entusiasta bienvenida, ha sido la cuna de mi sonrisa y la puericultora de mis primeros pasos por un camino que tan lejos queda de mi lugar de origen (Andalucía), como  semejanza que de ella recoge. 

Cada esquina se me presenta como una sorpresa y un nuevo descubrimiento en este paraje tan encantado como mágico, y me sumerge de lleno en los escenarios más variopintos, inusuales y exóticos del otro lado del Atlántico. Un lugar donde hay cabida para todo y donde las inesperadas ofrendas  al que el país te invita, muy lejos queda de los falsos estigmas que el espectáculo mediático ha querido destacar.

Ya empiezo a desfilar por los barrios, las calles y los escondrijos expectantes custodiados por la urbe y el sofocante calor caribeño, ya empiezo a comprender ese realismo mágico de Gabriel García Márquez y su universo netamente humano; Ya desmiembro en cada suspiro y reconstruyo en cada parpadeo el flujo de esa esencia ‘macondiana’ que custodiaba mis noches de insomnio y brillaba en la imaginación de mis pensamientos.  

Ya empiezo a desvelar ese trasfondo que se esconde entre la disparidad de lo humilde y lo villano y absorbo, como si del último suspiro se tratase, hasta la última gota de este ensordecedor destino que ahora se rinde a mis pies y me brinda una nueva ruta.

Paula Romero González

sábado, 8 de septiembre de 2012

Perroflautas y la señora con traje


(Relato corto que enlaza con un artículo de opinión escrito durante el levantamiento del movimiento 15M en España: aquí)

El reloj marcaba las siete y ocho minutos. En la televisión de fondo sonaba una tertulia de parlanchines baratos comercializando sobre vidas ajenas, los ovillos de diversos colores rodaban por el salón mientras Gozzi, un siamés de blancura opaca, jugaba con los resquicios de un poncho que parecía no tener fin.

En la mesa del comedor, María amasaba la carne para unas croquetas que le había prometido a su nuera. María estaba triste y cansada, su mirada se perdía en el decorado de luces de un plató de Telecinco y sus oídos habían dejado de escuchar el ruido que, como si de una pelea de gallos se tratase, envolvía su pequeño hogar.

María estaba embobada a la caja iluminada pero pensaba en la factura de luz. Este mes habían sido 140 euros. Pensaba en su hija Rosa, la mayor, la habían despedido hacía dos días. Pensaba en su marido, ¡Qué en paz descanse!, pensaba en Dulce, la panadera del primero a la que habían deportado de nuevo a su país por no mantener los papeles en regla. Amasaba y amasaba, y evitaba que los pensamientos la ahogaran en un profundo llanto.

El tic-tac resonaba en su cabeza, como un compás lento, armonioso, casi premonitorio. Las horas le describían sus arrugas y las croquetas la distraían de la muerte.

De pronto, escuchó un leve pero fortuito jaleo en la calle. Lo oyó pero quedó inmersa en su ensimismamiento durante unos minutos más. La Esteban gritaba y los barullos callejeros se unían en sintonía. El ruido se hizo más fuerte, los silbidos más agudos, los cristales vibraban.

María volvió a mirar el reloj. Eran las nueve menos cuarto. La noche ya había caído pero las calles estaban más iluminadas que nunca. Dejó la masa de las croquetas, apagó la tele. La muchedumbre parecía haber entrado en su pequeña y acogedora casa, pero no. Se asomó a la terraza y vio una larga cola que ahogaba las calles en lemas revolucionarios y pancartas esperanzadoras. Vislumbró una multitud que con las manos levantadas reclamaban sus derechos, vio a jóvenes y no tan jóvenes en las calles pidiendo a gritos todo aquello que ella bajo el régimen nunca pudo pedir. Una vida digna.

María cerró el balcón, bajó la persiana, caminó hacia su cuarto y buscó sus mejores galas. Aquello había que celebrarlo. Se puso unas medias de color que le tapasen las varices que los años le habían otorgado. Buscó su chaqueta rosa de grandes botones dorados, aquella que se puso la última vez que fue con Fermín, su marido, al teatro. Se aseó, pintó y perfumó. Por primera vez en mucho tiempo, volvió a perfilarse los labios como lo hacía de joven cuando a escondidas de sus padres se maquillaba mientras bajaba por las escaleras traseras del patio. Sacó de la mesita de noche el pañuelo de su madre y se lo colocó al estilo de los 70. Cogió su bolso preferido y se dispuso a salir a la calle, con la muchedumbre. Se dispuso a unirse a los gritos, a ser una más, a vivir.

Mientras bajaba, apenas se acordó de la ciática, ni de los juanetes que por la noche le quitaban el sueño. No se acordó de las pastillas que la mantenían con vida, ni de la espesa masa que sobre la mesa había dejado.

En la calle, todos la miraban con una sonrisa. María, con los ojos iluminados y al compás del movimiento fluctuante que invadía las calles, danzó como si los años no pesaran, como si el espíritu rejuveneciese. Se perdió entre la juventud que le devolvía estigmas de años perdidos y olvidados.

Por primera vez, de golpe y porrazo, había despertado. Y de su despertar, solo le quedaba la esperanza de ver en batalla, después de años de silencio y tardes de sofá en blanco, a sus compatriotas luchando, sin armas, por recuperar la esencia inalienable de una multitud de sueños olvidados.  

Paula Romero González