(Relato corto que enlaza con un artículo de opinión escrito durante el levantamiento del movimiento 15M en España: aquí)
El reloj marcaba las siete y ocho
minutos. En la televisión de fondo sonaba una tertulia de parlanchines baratos
comercializando sobre vidas ajenas, los ovillos de diversos colores rodaban por
el salón mientras Gozzi, un siamés de blancura opaca, jugaba con los resquicios
de un poncho que parecía no tener fin.
En la mesa del comedor, María amasaba la carne para unas croquetas que le había prometido a su nuera. María estaba triste y cansada, su mirada se perdía en el decorado de luces de un plató de Telecinco y sus oídos habían dejado de escuchar el ruido que, como si de una pelea de gallos se tratase, envolvía su pequeño hogar.
María estaba embobada a la caja
iluminada pero pensaba en la factura de luz. Este mes habían sido 140 euros.
Pensaba en su hija Rosa, la mayor, la habían despedido hacía dos días. Pensaba
en su marido, ¡Qué en paz descanse!, pensaba en Dulce, la panadera del primero
a la que habían deportado de nuevo a su país por no mantener los papeles en regla.
Amasaba y amasaba, y evitaba que los pensamientos la ahogaran en un profundo
llanto.
El tic-tac resonaba en su cabeza,
como un compás lento, armonioso, casi premonitorio. Las horas le describían sus
arrugas y las croquetas la distraían de la muerte.
De pronto, escuchó un leve pero
fortuito jaleo en la calle. Lo oyó pero quedó inmersa en su ensimismamiento
durante unos minutos más. La Esteban gritaba y los barullos callejeros se unían en
sintonía. El ruido se hizo más fuerte, los silbidos más agudos, los
cristales vibraban.
María volvió a mirar el reloj.
Eran las nueve menos cuarto. La noche ya había caído pero las calles estaban
más iluminadas que nunca. Dejó la masa de las croquetas, apagó la tele. La
muchedumbre parecía haber entrado en su pequeña y acogedora casa, pero no. Se
asomó a la terraza y vio una larga cola que ahogaba las calles en lemas
revolucionarios y pancartas esperanzadoras. Vislumbró una multitud que con las
manos levantadas reclamaban sus derechos, vio a jóvenes y no tan jóvenes en las
calles pidiendo a gritos todo aquello que ella bajo el régimen nunca pudo
pedir. Una vida digna.
María cerró el balcón, bajó la
persiana, caminó hacia su cuarto y buscó sus mejores galas. Aquello había que
celebrarlo. Se puso unas medias de color que le tapasen las varices que los
años le habían otorgado. Buscó su chaqueta rosa de grandes botones dorados,
aquella que se puso la última vez que fue con Fermín, su marido, al teatro. Se
aseó, pintó y perfumó. Por primera vez en mucho tiempo, volvió a perfilarse los
labios como lo hacía de joven cuando a escondidas de sus padres se maquillaba
mientras bajaba por las escaleras traseras del patio. Sacó de la mesita de noche el pañuelo de su madre
y se lo colocó al estilo de los 70. Cogió su bolso preferido y se dispuso a
salir a la calle, con la muchedumbre. Se dispuso a unirse a los gritos, a ser
una más, a vivir.
Mientras bajaba, apenas se acordó de la ciática, ni de los juanetes que por la noche le quitaban
el sueño. No se acordó de las pastillas que la mantenían con vida, ni de la
espesa masa que sobre la mesa había dejado.
En la calle, todos la miraban con
una sonrisa. María, con los ojos iluminados y al compás del movimiento
fluctuante que invadía las calles, danzó como si los años no pesaran, como si
el espíritu rejuveneciese. Se perdió entre la juventud que le devolvía estigmas
de años perdidos y olvidados.
Por primera vez, de golpe y
porrazo, había despertado. Y de su despertar, solo le quedaba la esperanza de
ver en batalla, después de años de silencio y tardes de sofá en blanco, a sus
compatriotas luchando, sin armas, por recuperar la esencia inalienable de una
multitud de sueños olvidados.
Paula Romero González
Me ha encantado el relato, bestial.
ResponderEliminar"Las horas le describían sus arrugas y las croquetas la distraían de la muerte." Esa frase me ha parecido extremadamente brillante. Sigue escribiendo :)