Cuando llegó la abundancia Ibis no pudo recibirla. El trabajo en casa le ocupaba todo el tiempo y las horas se ahogaban bajo el agua que enjuagaba la sartén carcomida por el uso, se fundían bajo el fuego del hornillo prendido para el
guiso y se perdían entre las escamas frescas del pescado mientras lo limpiaba. Los días pasaban eternos esperando un soplo de esperanza que la librara de la pesadez y opresión de su casa.
Sin embargo, cuando ya no le quedaba más que la resignación hacia los maltratos que recibía de sus familiares, uno de sus
hermanos mayores se presentó con lo que sería una de las subiendas más recordadas de la época en las playas de Salgar. Eran tantos peces batiéndose contra las redes, que la gente se los repartían gratis en palanganas. Ibis estaba en el traspatio,
lavando la montaña de ropa, cuando su hermano irrumpió diciéndole: -recoge dos palanganas, hay suficiente para ti-.
No podía creerlo, pero se apresuró a preparar los peces. En ese momento, su hermano le anunció lo inesperado: - Mientras tú te quedas haciendo eso, yo voy a los nuevos terrenos que están invadiendo en Solimar. A ver si me puedo coger uno. Si no alcanzas a llegar, te quedas sin nada -.
REVISTA # 1997
El mundo se le cayó encima; sabía que no llegaría a tiempo. Sus anhelos volvían a verse truncados entre los quehaceres rutinarios. Fue la mirada de su viejo padre, con el que no se hablaba desde hacía ocho meses, el que le devolvió el aire que le faltaba, y entre la desesperación y desasosiego de su hija decidió salir a resguardarle un terreno. – Mija, yo te ayudo. Prepárame el machete y algo de comer, sigue con la ropa, yo te cerco un terreno y te lo cuido hasta que puedas ir -.
Azúcar, café, panela, agua, foco de mano, baterías, hacha y machete metió Ibis en una mochila. “Le di lo que más pude, yo sabía que mi padre no regresaría más a su casa. Detrás de él, al día siguiente, me fui yo”.
De eso hace 18 años. “No me falta nada. Cuando me levanto y salgo a la puerta, veo a la izquierda el reposo- mira hacia el cementerio del Salgar-; a la derecha, -su hija mayor se balancea en la silla mientras acuesta a su nieto en el regazo- mi familia; y al frente, el monte, la belleza natural”, afirma Ibis.
Abundancia de vida
Más de un centenar de familias custodian los terrenos olvidados de Salgar. Los estragos del conflicto y la pobreza que aflora el país ha condenado a miles de familias la vivir en precarias y funestas condiciones. Muchas habitan y se desarrollan bajo formas de vida completamente infrahumanas.
La escasez de recursos, de educación, de sanidad y de infraestructuras básicas hacen que muchos se resguarden de la lluvia bajo plásticos malolientes, que cocinen sobre el metal oxidado de los abanicos olvidados, o busquen entre las telas de segunda mano en el mercado para vestir sus cuerpo o tapar sus camas.
Sin embargo, las diferencias sociales están presentes, incluso, en una zona de invasión. La población, que se asentó hace más de veinte años en el lugar, algunos desplazados por la guerrilla, otros por necesidad, posee diferentes áreas estructuradas en función del tiempo y adquisición económica de los afincados. Muchos han prosperado en sus negocios y disponen de buenas y majestuosas viviendas, otros trabajan para los patronos bien afincados de la comunidad.
Maricuya, por ejemplo, es una de las veteranas en l historia de Solimar y testigo de la fundación de los terrenos. Posee una tienda de perritos calientes situado en labajada hacia el mar y Eduardo, apodado el ‘patosa’, cree que por años de antigüedad en la tierra posee la providencia de las escrituras y demanda constantemente la plata a sus
convecinos y recién llegados.
El asentamiento sobre el terreno sigue creciendo hacia la zona norte, pero los habitantes del sur parecen ignorar las carencias y la problemática que posee el pueblo, que crece, irremediablemente, entre la miseria y la escasez de bienes. Así, da la sensación de ser un lugar tan unido como fragmentado puesto que todo el mundo se conoce y todos parecen saber bien hacia donde van, pero la desigualdad social entre unos y otros es tan manifiesta como las dificultades que cada uno de sus ocupantes han tenido o tienen que pasar.
Solimar es hoy una urbanización dividida en dos etapas y ubicada a un kilómetro del Castillo de Salgar, en el costado suroccidental del municipio. Una de las etapas está legalizada; la otra, parcialmente, por lo que cientos de colonizadores libran una disputa jurídica ante el gobierno municipal para obtener sus títulos. Sin embargo, se trata de un paraje que envuelve a sus visitantes conforme se aleja de la zona más turística situada en la costa, y evoca un ecosistema sustentado por las cientos de historias que dan vida al ese distinguido lugar.
Alentados ante la repentina intrusión de unos allegados de fuera, los vecinos temen responder ante la situación irregular de sus tierras. Aunque muchos ya tienen sus escrituras y se han visto beneficiadas por ayudas económicas y materiales de fundaciones u organizaciones, aguardan recelosos ante la llegada de curioso invasores, igualmente para ellos, de su intimidad y tranquilidad.
Los niños son los principales protagonistas del caserío que corretean y juegan por la zona hasta que se pone el sol. Sin embargo, el silencio y la paz se unen con la musicalidad de la naturaleza, inundando el lugar de un aroma cargado de vida. La sensación de muchos ocupantes, huidos o desplazados es latente no solo en sus miradas sino en sus palabras e historias. La razón de un asentamiento basado en la necesidad y dignidad de una vida mejor es palpable en los más jóvenes que buscan el reconocimiento y la identidad en medio de una tierra abandonada.
De los muchos que allí habitan, muy pocos han tenido la opción de elegir. Viven conformes bajo lo que conocen porque han dejado de percibir otras realidades que les son completamente ajenas y de las que no sienten añoranza, por eso, se reconocen felices dentro de su hábitat particular. Pero cargan con la desdicha y condición de ser desplazados, ilegales o
invasores dentro de un mundo que geográficamente no entiende de fronteras, ni de propiedades. Crecen a la sombra de las grandes ciudades que acechan constantemente con el modernismo industrializado y el tóxico consumista, y se desenvuelven indiferentes ante esa mirada contaminada.
Jorge, el mayor de los nietos de Ibis, anotaba dificultosamente en su libreta los nombres de los visitantes, y, entre el revoloteo e interés por mostrar sus habilidades con la peonza, dijo antes de partir: “No se olviden de mí”.
Y sus palabras quedaron resonando como un fuerte eco sobre las paredes y los techos de las casas mal cuidadas, dándole el aliento y la voz a un
pueblo cercado por el olvido.