Durante siglos la jerarquización de clases ha condenado a unos a vivir de pie y a otros de rodillas. Los caciques, señoritos, nobleza o clero siempre han vivido con la cabeza tan estirada que a muchos se les olvidó que caminaban sobre la tierra. Mientras que labradores, trabajadores y servidumbre han caminado doblegados a sus amos, arrodillados y cosechando la chepa y la tez morena que a menudo les delataba su forma de vida.
En los días previos a la Semana Santa sevillana todo parece volverse semioscuro y cándido a la vez. Las señoras corren a comprarse un nuevo modelo para el viernes Santo y los hombres se cuidan los hombros para iniciar la tradicional carga. Sevilla parece un maremoto de gente danzando, al ritmo de los tambores, por las calles más emblemáticas de la ciudad. El olor a incienso prevé la llegada de una semana colmada por el festejo y delata la hipcresía de los que se colocan la marca cristiana durante siete días lectivos.
Mientras me encontraba sentada sobre las escaleras que once meses antes estuvieron tomadas por miles de indignados, veía pasar la gente con bolsas de tiendas caras en la mano y, como una mancha oscura entre el azahar y los lirios de la primavera efervescente, un hombre carcomido por las noches a la intemperie y joroba achacada pedía limosna para comprarse un bocadillo. Corría a arrodillarse débilmente y suplicaba, con las manos en rezo, algunas monedas.
El hombre, lejos de la típica figura recostada en las esquinas y con una cesta en los pies, asaltaba a los transeúntes a la desesperada y sentado sobre sus propias rodillas, mendigaba algo de dinero para comer. La gente sobresaltada y con la cabeza lo suficientemente alta como para alejarse de la chepa que alguna vez pudieron soportar, se libraba del pobre bajo aires mediocres y de superioridad, y le negaban la compasión que por la vida injusta y desmedida, y las fechas puntuales, merecía.
“Mejor morir de pie que vivir arrodillado” decía Che Guevara, pero los tiempos cambian y las costumbres ético-morales también. En días previos a la conmemoración de Jesús, hijo de Dios, un hombre llora por la dignidad que el hambre le ha arrebatado y tambalea su honor por la miseria de un futuro preconcebido. Renuncia a lo más humano y propio, y vive de rodillas asaltando a los que, ajenos a su vida nocturna y suvenires vacíos en contenedores rotos, le condenan a vivir como antaño vivieron sus antepasados, donde la humildad cristiana mermaba la supervivencia terrenal y el apego a Dios era la excusa y esperanza para levantar la cabeza.
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